Que estemos vivos puede significar que sobrevivimos pero no garantiza que vivamos. Todos en algún momento u otro hemos tenido la sensación de estar viviendo una vida sin sentido, arrastrados por un día a día que o es insubstancial o es tan agitado que no permite si quiera notarnos. Y digo notarnos a consciencia porque lo primero que uno pierde en la supervivencia es la sensibilidad y la sensorialidad, lo que es una manera de perderlo todo.
Creemos vivir a través de los sentidos pero lo hacemos de forma mediada, a través de la conceptualización de la experiencia.
Cuando sobrevivo ya no escucho, solo oigo un murmullo al cual parece que atiendo. Cuando sobrevivo ya no huelo, pierdo el tacto real, evito el contacto, no miro, solo balbuceo relatos en mi mente y me digo que estoy viviendo, cuando en realidad, solo estoy pasando por la vida de puntillas.
Cuando todo lo que me da vida es considerado una pérdida de tiempo o se da por supuesto, lo que viene después es el vacío, el cansancio y la ansiedad. Podemos tener todo lo que se supone que necesitamos y sentir la desgana o la angustia. La desgana me dice que me doy cuenta que tampoco con esto voy alcanzar lo que anhelo. La angustia me dice que debo seguir, de forma apremiante, seguir y seguir, no sé a dónde, pero seguir siempre.
Hay una parte de esto que viene definido por la cultura explotadora del momento. Ya no vivimos como seres humanos, nos percibimos como proyectos vitales. Hay un apremio en tener que hacer algo con mi vida. Y esto me aleja del modo natural como suceden las cosas que es justo lo contrario: la vida se vive a través mío, se expresa a través de mí, es ella quien opera, quien mueve los hilos. Yo soy el canal de expresión y, a la vez, un observador privilegiado. Pero la cultura que me rodea me incita a creer que debo hacer algo, que está solamente en mis manos sacarle el jugo a la vida. Este complejo de exprimidor que hemos adquirido, que se nos ha enseñado, es fuente de infelicidad permanente. La arrogancia (y la condena) de ser artífices de nuestro destino nos precipita a la locura, el vacío y el cansancio.
A la vez que soy colocado en el papel olímpico (por el Olimpo de los dioses griego, pero también por la exigencia olímpica, sobrehumana) de tener que ser un artífice de una buena vida, también soy avasallado por un contiuum de estímulos a través de las notificaciones del móvil y del ordenador, y las publicaciones en las redes. No solamente estoy sometido al síndrome de las extraescolares, esa obligatoriedad de hacer productivo mi tiempo (en aras de la diversión, de la mejora personal o del desarrollo profesional), sino que, además, en ese tiempo ya apretado (y que se ha convertido en un simple descanso entre actividades), alguien compite por mi atención, que vale oro: las televisiones, los periódicos, las pantallas en la calle, los youtubers, los podcasters, los instagramers; en casa, en el coche, en el tren, andando, escuchando la radio, revisando el email… Buuufff… ¿y el cuerpo? Quiero decir aquel que habito no el que exploto para emitir salud o belleza. ¿La corporalidad, dónde queda? Quizás nos haya pasado por alto que en este camino ajetreado de vidas rentables y estimuladas vamos perdiendo el contacto sensorial y, con ello, la verdadera plenitud, dulce, amorosa y gozosa, que emerge de aquel que puede beber del néctar que emana la fuente misma de la vida. No es poesía, es literalidad. Cuando uno empieza a parar, a respirar, a ajustarse a la temporalidad que le es necesaria para la vida, empieza a vivirse de la forma más placentera que existe: sin lucha, sin límite, espacioso, arraigado y verdadero.
Sant Cugat, 2 de mayo de 2024.
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